sábado, 7 de junio de 2025

Godos 3 los tervingios

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Encontrar el origen de los tervingios es tan complicado como entender qué significaba ser tervingio. Hay que aclarar que no los unía una etnia pura; de hecho, poco tenían en común con los pueblos pregodos que salieron de Escandinavia. Ya no tendrían una uniformidad étnica germana con los godos que se encontraron los romanos. Con el paso de los siglos, se habían mestizado con pueblos de alrededor e incluso con romanos que habían capturado como esclavos o que se asentaron cerca de ellos. Su cultura había cambiado también, influenciada por pueblos sármatas, y dejaron de ser agricultores sedentarios para adoptar el caballo que les daba mucha movilidad. También habían empezado a romanizarse tanto en la forma de luchar como en su manera de gobernarse. Se fueron estructurando alrededor de clanes cada vez más grandes e iban empezando a enriquecerse gracias a mejoras agrarias y al saqueo, adquiriendo bienes a través del comercio y prosperando al apoderarse de un territorio que les daría identidad diferenciada respecto a otros godos. ¿Entonces, qué fue lo que te hacía tervingio? Muy sencillo: era seguir al rey, un caudillo fuerte, dentro de una familia guerrera y adinerada con un gran prestigio y carisma que seguiría en busca de gloria y riquezas. Daba igual tu origen, ya seas de origen godo puro, sármata o romano; si seguías al rey hasta el final, eras tervingio. Y ¿quién fue su primer rey?


Se suele tomar a Ariarico, primer rey baltingo, como el fundador del reino tervingio, pero en las crónicas se suele mencionar a los tervingios anteriormente a él y se conoce a otros reyes anteriores que quizás fundaron el reino previamente, uniendo las tribus alrededor de otra dinastía que comenzaría por Geberico, donde su hijo Canabaudes destacaría al unir las tribus godas junto a otras vecinas en un poderoso ejército que sería completamente derrotado por el emperador Aureliano en el año 271. Seguramente también pertenecería a esta dinastía el rey Alica, quien en el 324 se aliaría con Licinio, que le disputaría a Constantino el Imperio Romano, batalla que perdería, y quizás ese fuese el motivo del cambio de dinastía. Esto son solo conjeturas, pero podría ser posible. Lo que se sabe seguro es que en el 328 Ariarico ya era rey de los tervingios y que en 331 tendría una dura batalla con el emperador Constantino en la que los godos serían completamente derrotados y obligados a firmar un foedus en el que aceptaban las condiciones impuestas por Roma de renunciar a los subsidios que recibían de Roma, respetar el limes con el resto de pueblos aliados de Roma, unirse al ejército cuando fueran llamados y entregar rehenes para asegurarse de que se cumplía el pacto. Entre estos estaba Aorico, su propio hijo y futuro rey. Roma a su vez reconocía a los tervingios como únicos interlocutores godos y al resto de godos como enemigos con los que acabaría combatiendo, ayudando así a la estabilización y diferenciación de los tervingios con el resto de godos.

A pesar de lograr un gran estatus, esto no calmó las ansias guerreras de los baltingos. Aorico no terminó de aceptar la sumisión a Roma y mostró su rebeldía con Constancio II, el hijo de Constantino, con algunos conflictos bélicos y diplomáticos. Pero sería su hijo Atanarico quien, en el 364, al llegar al poder, le echó un pulso a Roma y, aprovechando otra guerra civil, apoyó al usurpador Procopio con 10.000 guerreros. Sin embargo, al final este bando fue derrotado y se encontró con un ejército mermado y en la mirada del emperador Valente, de nada sirvieron las excusas que le dio, y Valente tenía la fuerte convicción de dar un ejemplo con los godos de Atanarico de lo que les pasa al que traiciona al emperador. Valente llegó a realizar tres campañas contra los godos que, aunque derrotó a su ejército, no consiguió aplastarlo, ya que, viéndose en minoría, los godos optaron por realizar guerra de guerrillas. Aunque resistían, llegaron a pasar hambre y muchos fueron apresados. Valente acabó firmando otro pacto con un Atanarico que solo pedía una derrota sin humillación, el cual aceptó sumiso y juró no levantarse nunca más contra Roma. El emperador por fin podría destinar todas sus fuerzas contra su auténtico enemigo: Persia.

Atanarico salvó in extremis su cabeza y su reinado. Aunque algo cuestionado, aún seguía en el trono, pero pronto se enfrentaría a una amenaza para la que ni siquiera el gran Imperio Romano estaba preparado, y llegando casi de la nada.

La gran amenaza que se cernió desde oriente fueron los hunos, un conjunto de tribus prototurcas con etnia y cultura semejantes, con una fuerza guerrera a caballo y unas costumbres en el combate tan salvajes que impresionaron y aterrorizaron incluso a los salvajes germanos. En el 370 cruzaron el Volga y atacaron primero a los alanos, que acabaron huyendo de su territorio o uniéndose a los hunos en sus huestes. En el 372 llegaron hasta los greutungos del rey godo Hermanarico. Fueron derrotados por los hunos y su rey acabó suicidándose. Los greutungos que no se unieron a los hunos, dirigidos por los jefes Alateo y Safrax, huyeron buscando refugio con sus parientes tervingios. Atanarico decidió enfrentar a los hunos en una batalla que acabó perdiendo. Esto provocó que los nobles se rebelaran y, mientras que los seguidores de Atanarico se refugiaron en las montañas de los Cárpatos para soportar el paso de los hunos por sus tierras, los que siguieron a la facción formada por los nobles Alavivo y Fritigerno, quizás descendientes del rey de la dinastía anterior Canabaudes, huyeron a buscar refugio y asilo entre los romanos, tanto huyendo de los hunos como de los seguidores de Atanarico.


El emperador Valente veía en estos refugiados una buena oportunidad de debilitar al reino tervingio de Atanarico, reduciendo su población y aprovechando esta mano de obra para los trabajos agrícolas y el ejército, fortaleciendo así su posición en el territorio. De primeras, una buena idea, pero muy mal llevada a cabo. Llegaron los godos, guiados por Alavivo y Fritigerno, a la orilla del Danubio solicitando poder entrar en Tracia, aceptando someterse a Roma, aceptando la condición de dediticii, desarmarse completamente e ingresar en el ejército romano si era necesario. Los godos tuvieron permiso para entrar, pero el problema es que junto a ellos llegaron familias enteras de otros pueblos que venían huyendo de los hunos. Los historiadores de la época cuentan que más de 200.000 bárbaros se presentaron en la frontera pidiendo poder entrar; debió de ser un caos. Esto superaba a los romanos, que no podían controlar ni censar el número de bárbaros que entraban o si de verdad iban desarmados. Hubo trifulcas entre los romanos y los bárbaros que entraban ilegalmente, y poco pudieron hacer para detenerlos; es más, una vez acogidos, los romanos debían darles tierras y comida, algo que estaba muy por encima de sus posibilidades.

¿Y mientras esto ocurría, dónde estaba el emperador? A finales del 376, Valente se encontraba en Antioquía del Orontes, Siria, actualmente en Turquía, enfrentándose a una revuelta provocada por Mavia, la nueva reina árabe que gobernaba a los Tanukh, una confederación de tribus árabes seminómadas. El motivo de este levantamiento fue que Roma, aprovechando el cambio de monarca, tenía intención de cambiar el foedus e imponer uno más duro que Mavia rechazó. La reina guerrera encabezaba estas revueltas que Roma iba perdiendo, y saqueaban todas las ciudades que encontraban a su paso, llegando desde Egipto hasta Mesopotamia. Tan duras fueron que Valente tuvo que pedir la paz, ya que las tribus de los isauros, situadas al norte de Siria en las montañas del Tauro, se rebelaron buscando su independencia. Todo esto ponía freno al plan del emperador de reconquistar Armenia, que dominaban los persas.


Los encargados de organizar la entrada de los godos en Tracia fueron los generales Lupicino y Máximo, bastante incompetentes organizando la entrada de los godos, lo que acabaría creando un verdadero caos. A esta situación se añadió la corrupción: los romanos se aprovecharon de los godos, vendiéndoles la comida que debía ser gratis a un precio desorbitado y donde, por comida, se entregaba a sus hijos como esclavos. Ante este abuso, al que también estaba sometida la nobleza goda, que estaba entre la espada y la pared, esta acabó explotando en una revuelta dirigida por Fritigerno, que en poco tiempo formó un ejército a las afueras de Marcianópolis y derrotó al incapaz Lupicino. Esto dio a entender al resto de bárbaros del otro lado de la frontera que Roma era demasiado débil para poner orden, y atravesaron el limes por millares y se fueron desperdigando por el imperio, saqueando el territorio ante la impasividad de las pocas tropas romanas que quedaban. A Fritigerno se le fueron uniendo otros godos y otras tribus, formando un gran ejército que amenazaba el imperio. En otras fronteras estaba pasando lo mismo, poniendo de manifiesto la debilidad de un imperio que parecía que se iba a quebrar.
Valente, ante estos acontecimientos, firmó rápidamente la paz y empezó a organizar sus fuerzas para volver. Ante el tamaño de la amenaza, pidió ayuda a su sobrino Graciano, emperador romano de Occidente, que envió rápidamente un ejército para ayudar a su tío. Valente movilizó para que se adelantaran las tropas de la frontera armenia bajo los generales Trajano y Profuturo, que se unieron a las del Imperio Occidental, dirigidas por Ricomeres. Iniciaron el ataque sin conocer el número y situación de sus enemigos. Los godos, al verlos venir, se posicionaron mejor y unieron fuerzas para defenderse en una cruenta batalla. He de decir que los estoy llamando godos, pero realmente había pueblos bárbaros muy diversos, y ya el historiador Amiano Marcelino, que narró el combate, habla de que hablaban diferentes lenguas y que debían de estar formados por godos, alanos, hunos, taifales, esciros, carpos, entre otros, y hasta desertores romanos. Este combate acabó en tablas, habiendo un gran número de bajas en ambos bandos, pero sacó a los godos de las montañas y les ofreció la posibilidad de moverse hasta cerca de Constantinopla y, por el camino, ampliar su ejército bárbaro que seguiría saqueando y cogiendo cautivos, creando un escenario dantesco para los desprotegidos romanos.Valente, ya desde Constantinopla, tomó una decisión que le llevaría a una sonora derrota. Viéndose fuerte por unas pequeñas victorias y dejándose aconsejar mal, decidió salir en solitario con su ejército para derrotar de una vez por todas a los godos de Fritigerno. Sin comprobarlo, aceptó que el ejército de los bárbaros sería de apenas 10.000, mientras ellos contaban con un ejército de más de 40.000 soldados, por lo que no necesitaba esperar a su sobrino Graciano y que él se llevase el mérito de la victoria; tenía que vencer por sí mismo. Desoyendo a sus consejeros, que le indicaban que esperara a su sobrino, el 9 de agosto del 378 salió al encuentro del campamento de Fritigerno, situado a 23 km de Adrianópolis. Aquí, Valente cometió otro error: en vez de atacar directamente y sorprender a los godos, se dejó caer en una trampa de Fritigerno. Este tenía fuerzas desperdigadas y tenía que ganar tiempo para reunirlas, por lo que le propuso pactar una rendición con condiciones absurdas. Valente perdió el tiempo sin percatarse de que eso no llevaba a ninguna parte y, además, estaban bajo un sol de justicia sin alimento ni agua, y los soldados se estaban asfixiando y pasando hambre conforme pasaban las horas.

Valente tampoco supo controlar a sus tropas, que acabaron entrando en combate antes de tiempo. El flanco izquierdo se movió, dejando desprotegida la formación, y justo en ese momento llegaron los refuerzos que estaba esperando Fritigerno; entraron por esta zona con gran fuerza. También se redujo considerablemente la superioridad numérica de los romanos con estas tropas recién llegadas, formadas también por alanos y hunos. Aunque los romanos aguantaron bien, "alea iacta est", conforme iba arrasando esta caballería, los romanos empezaron a huir, dejando la formación y asegurando así la masacre. Valente acabaría también muriendo al refugiarse en una granja que los bárbaros, sin saber que allí estaba el emperador romano de Oriente, incendiarían. Al menos 25.000 romanos dejaron su vida en el campo de batalla y el resto huiría buscando refugio en Adrianópolis, un desastre provocado por la incapacidad y soberbia de Valente, que si hubiese esperado solo dos semanas, se le hubiesen unido las tropas del emperador Graciano y seguramente hubiesen derrotado a los bárbaros.

Fue un duro golpe para un imperio que veía que todas sus fronteras se volvían inestables y empezaría a ir reduciéndose y dependiendo cada vez más de los bárbaros para defenderse, bárbaros que se irían romanizando y alcanzando grados de general a la espera de un emperador débil para llegar al poder.



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